Los últimos momentos de la batalla fueron horribles, mientras los franceses terminaban de acuchillar a los últimos soldados borgoñones, refugiados en lo alto de las torres, o dentro de las casas, Edoard Clemant ordenó que se apresara a todos los vernoneses que se declararan fieles al duque de Borgoña. Jaloneados e insultados, algunas de las mujeres vejadas y algunas de las vírgenes violadas, llegaron los ciudadanos borgoñones al centro de la plaza central. Desde la escalinata de la catedral, Clemant pronunció frías palabras que hicieron llorar a los corazones más débiles y estremecerse a los más valientes: Todos los vasallos del duque de Borgoña saldrían de la ciudad antes del anochecer o los soldados franceses les darían caza y muerte a la mañana siguiente. Los hombres de la derrotada guarnición no los escoltarían, pues permanecerían durante dos días en la ciudad para disponer de los cuerpos de sus compañeros caídos y posteriormente serían ejecutados.
Los ciudadanos vernoneses emprendieron su éxodo durante la tarde y parte de la noche, vagarían hacia el sur hasta llegar a París, pero sería una larga marcha en la cual los rezagados quedarían a merced de los bandidos y asaltantes. Las familias que no pudieron salir a tiempo se amontonaron en las puertas, pidiendo clemencia y suplicando a los guardias que se les dejara pasar. Algunos guardias se apiadaron de estas pobres almas, y otros cobraron "derecho de peaje" a los burgueses. La ciudad de Vernon fue sometida a un rapaz saqueo durante días, las casas recién abandonadas fueron vendidas a los ciudadanos fieles al delfín, las pertenencias puestas en las calles para que cualquiera las tomara. Los estandartes, blasones, estatuas y cotas de armas que decoraban puertas, torres y plazas fueron destruidos o incendiados. Vernon fue el infierno.